Las películas y el arte llegan tarde a provincias. La dilación no deslegitima el juicio y la emoción. Una muestra hace mucho mencionada en los medios limeños, acaba de aparecer en Chiclayo, en un espacio donde el cine es bienvenido de continuo. Escribí lo siguiente pensando en la prensa de esta ciudad, donde ahora resido. Tal vez pueda sugerir alguna idea, alguna emoción en todos los demás.
Más de una vez he visitado el domicilio del Instituto Nacional de Cultura de la ciudad al lado de mis estudiantes universitarios. Después de asistir a la proyección de la película programada en el puntual cineclub que allí funciona las noches de jueves y viernes, hemos podido recientemente visitar una muestra fotográfica que nos ha arrebatado largos comentarios y silencios pensativos. Llevados a recorrer varios ambientes, una incomunicable sensación de hospitalidad -quizá debida al cuidado y hasta a la belleza del espacio- nos dejó sumidos en una divagación: por qué no pasar más tiempo en un lugar tan apacible y acogedor; por qué no reservar allí un aula dedicada al estudio y la lectura, rodeada del estímulo de una oferta de actividades que llenan de vida los sentidos y la inteligencia, y que hace tangible el milagro de un reino del espíritu en medio de la turbulencia de una vida urbana disipada.
No hay duda. Nuestro INC ha cultivado decididamente una vocación cinéfila. Un grupo de valerosos muchachos prepara ciclos de proyecciones (Fellini, Scorsese, Pasolini, Eastwood, Kubrick) que han hecho de su sala de proyección el mejor sitio para ver películas en todo Chiclayo, si verlas significa todavía algo más que masticar pop corn y beber coca-cola. No hace mucho, un importante crítico de este género había llegado desde lejos para compartir su sabiduría con un puñado de adeptos al séptimo arte y, ahora, una exposición fotográfica titulada “Presencias inadvertidas / ausencias evidentes (Salas de cine limeñas 50 años después)” ofrece al visitante una experiencia de la que surgen significados realmente impredecibles.
Presentada por la Dirección Regional de Cultura de Lambayeque, el Comité Peruano para la Conservación del Patrimonio Industrial (COPECOPI) y el Centro de la Imagen de Lima, la muestra tiene su origen en el hallazgo de un material, entre los archivos de la Biblioteca Nacional, inspirado no se sabe si por la previsión o la nostalgia de un tal Antar Giacomotti, quien, en la década del cincuenta, fotografió las fachadas de las salas de cine más frecuentadas de la capital. Medio siglo después, el Centro de la Imagen propuso localizar esos edificios en la extensión de la Lima actual. Hacia mayo de 2008, Gladys Alvarado, Eduardo Hirose y Ricardo Yui emplearon los mismos ángulos y encuadres elegidos por Giacomotti para registrar una realidad implacablemente diferente. El resultado comparativo, en una exposición que tiene la eficaz curadoría del arquitecto Víctor Mejía, ofrece contrastes llamativos, algunos dolorosos, que sugieren, por ello, irresistibles reflexiones.
El observador no sólo constata fisonomías alteradas, desviaciones del tráfico, vacíos repentinos y remoción de funciones; sino que, aguzando la mirada, verifica cambios en las modas de vestir en la calle, progresos en el diseño de los automóviles, costumbres y negocios olvidados, variaciones en la estética de los letreros, la arquitectura y las decoraciones, pero también una verdad sin refutación: la indetenible mutación de las ciudades por obra de la transición de los gustos, los ritos y la tecnología.
Viejos recintos que, como en la película Cinema paradiso, albergaron descubrimientos iniciáticos, ensoñaciones pasajeras, enamoramientos favorecidos por la penumbra, divisiones sociales y prácticamente toda la vida, secreta o no, de una comunidad de espectadores que crecieron adoptando los gestos y las palabras de sus héroes, que aprendieron a sentir, a caminar y a vivir imitando las pantallas, y que encontraron en esa oscuridad donde centelleaba una sola luz el refugio, el consuelo, la perplejidad o el enaltecimiento; ahora reducidas a pomposas entradas de casinos, frontispicios de templos evangélicos, habilitaciones administrativas, conglomerados de viviendas o, sola y tristemente, ruinas de aire y paredes tapiadas. Sólo tres cinemas de entonces sobreviven convertidos en multicines según las pautas del mercado.
Hasta revisar acuciosamente los rótulos de las películas en las placas de Giacomotti, sugiere una breve historia del cine. Al lado de obras ilustres como Río rojo, se reconocen también programaciones marginales y aun sórdidas, y otras cuyo efecto irónico proviene precisamente de la prueba del tiempo. En una sala ya inexistente se veía El espectáculo más grande del mundo; ¿cabe un título más apropiado para un arte que siempre ha fascinado a las masas? En otra, la cartelera anuncia El que se fue, fatal presagio del destino del lugar. ¿Y quién puede negar que el aspecto amplio, sobrio, casi minimalista, y a la vez dinámico del antiguo cine Alcázar, en Miraflores, es incomparablemente más elegante y moderno que la insoportable fachada de hoy hecha de vidrios que dejan ver tubos, cables, engranajes mecánicos y luces dispersas, en una apariencia obscena que deja a la vista el esqueleto y las vísceras?
A la colección principal, se suma un bonus track que no tiene desperdicio: fotografías del artista Marco Mejía que recogen los exteriores de algunas salas de cine del departamento de Lambayeque. Aún luce intacta, por fortuna, la arquitectura que cobijaba al cine Tropical, pero también se aprecian contradictorios y enigmáticos los restos de un cinema de la localidad de Cayaltí, con sus dos escaleras curvas e imponentes, en medio de las cuales se abre una puerta circular como la boca de un monstruo o como el mágico umbral que lleva a otro mundo, a una especie de caverna en cuyo interior discurría, hace tiempo, el espectáculo más grande del mundo.
Víctor H. Palacios Cruz
Profesor de filosofía de la USAT
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